Algunos de los argumentos —totalmente válidos, claro— de quienes están a favor de la legalización y despenalización del aborto se inclinan muchas veces por alumbrar situaciones de precariedad y abuso. Aunque existen muchísimas circunstancias como éstas, también, en igual o mayor medida, me atrevería a decir, están aquellas que sólo se remiten a la simple decisión sobre el cuerpo y la propia vida. Cualesquiera que hayan sido las razones: descuido, irresponsabilidad, falló de algún método, etcétera. Sin embargo, el alumbrar esas situaciones pareciera surgir de una necesidad latente del territorio, estado, país, o como les guste llamarlo, que habitamos.
En un país, y en LATAM, en donde casi la mitad de la población, si nos referimos a cifras oficiales, vive en la pobreza y en el que se ejerce una violencia exorbitante hacia las mujeres, parecieran necesarios esos alumbramientos y esa insistencia. La mirada machista y misógina sobre los cuerpos de las mujeres y su maternidad se encuentra tan profundamente arraigada que muchas veces, con todo en contra, se continúa con el proceso de gestación, ya que puede más la culpa moral, ni siquiera religiosa, que la realidad, el deseo y la voluntad personal.
Justo sobre estas cuestiones tratan los dos cuentos que a propósito de este #28S han venido a mi mente: “El último verano”, de Amparo Dávila y “Sangre Coagulada” de Mónica Ojeda.
El primer cuento, de Dávila, aunque no ocurre como tal un aborto inducido sino uno espontáneo, el deseo de la protagonista por que no hubiera ocurrido es tan fuerte que, sin decirlo ni confesarlo abiertamente, se cree la autora, casi de manera mística, de la interrupción. La protagonista es una ama de casa cansada, con seis hijos ya y 45 años. Cuando recibe la noticia de su embarazo y no de su menopausia, como ella suponía,
“no experimentó ninguna alegría, por el contrario, una gran confusión y una gran fatiga”.
Las recomendaciones del médico fueron descanso y poco trabajo, pero para una ama de casa sin ayuda es algo difícil de llevar. Sin poder dormir, melancólica y profundamente triste, se pasa las noches en vela; en cambio, su pareja, Pepe:
“Era natural que descansara a pierna suelta, ¡claro!, él no tendría que dar a luz un hijo más, ni que cuidarlo”, "los hijos son un premio, una dádiva", pero cuando se tienen cuarenta y cinco años y seis hijos otro hijo más no es un premio sino un castigo porque ya no se cuenta con fuerzas ni alientos para seguir adelante”, nos dice la protagonista.
Luego de un tiempo más de desvelos y de trabajo doméstico habitual, una noche, ocurre el aborto. Y aunque reconoce sentirse aliviada, la acechan remordimientos por sus deseos y pensamientos respecto al embarazo, como el considerarlo un castigo. Esta culpa interior lleva a la protagonista a asociar la aparición de unos gusanos en el huerto, luego de haber enterrado los restos en ese lugar, con una persecución paranoide que, según parece, la llevan al suicidio.
Por su parte, el cuento de Mónica Ojeda, “Sangre coagulada”, que tiene como protagonista a una chica con una afición muy particular por la sangre, retrata oblicuamente a su abuela, la abortera del pueblo. La abuela tiene una granja y parece ser esa su fuente de ingresos. A esa granja, alejada del pueblo, viajan las necesitadas:
“ellas tiraban coágulos y trozos densos sobre la cama. Era como un parto pero al revés, porque en lugar de salir algo vivo salía algo muerto. […] Algunas chicas nos miraban mal, se limpiaban rápido y ni siquiera se detenían a observar su interior sobre las sábanas. […] eso era porque al otro lado del río contaban que la abuela era una bruja.”
El repudio que padecen nieta y abuela proviene de esa labor, sin embargo, las mujeres del pueblo no dejan de asistir. Los hombres del pueblo e incluso los niños van a apedrearlas, las culpan casi como si de un embrujo se tratara, como si ellas persiguieran a las mujeres para interrumpir su embarazo.
La contradicción existente entre la maternidad no deseada, por las circunstancias que fueran, pero quizá sobre todo por la precariedad y la violencia, y la culpa moral de quienes acuden a la abuela es un hecho evidente:
“Una vez vino una niña con su mami, soltó sangre y coágulos en mi barreño y le escupió a la abuela en la cara. Eso me dio mucha rabia. Eso me hizo enfadar. Quise darles un beso en el cogote y cortarles la cabeza, pero la abuela no me dejó vengarme. […] «¿Por qué las ayudamos si son malas?». Y ella me dijo: «Aquí somos así, mijita»”.
Esa última frase de la abuela puede traducirse como un acto puro de amor y sororidad. Y una vez muerta la gran abortera, la nieta es la heredera de ese conocimiento ancestral y necesidad también milenaria que han tenido las mujeres, porque como dice la abuela: “La muerte también nace”.
Así, los dos cuentos, de siglos y momentos distintos entre sí, alumbran circunstancias de muchas latinoamericanas que, sumidas en un mundo patriarcal y misógino, han interiorizado la culpa por decidir sobre sus cuerpos, su vida sexual y la propia vida. Por ello, aunque quisiéramos que estos temas quedaran atrás y nos enfocáramos en la autonomía y la libre decisión, hoy siguen existiendo muchas aristas relacionadas con la precariedad y la violencia que son pilares de la lucha por la legalización y despenalización del aborto.
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