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Calzones de abuelita

Foto del escritor: Idalia López CarrilloIdalia López Carrillo

La televisión tiene varios programas de espectáculos donde se critica con severidad los atuendos de personas famosas. Cuando las personas trascienden al plano de lo público, ya sean artistas, presentadoras de televisión, deportistas, gente en la función pública, influencers y demás agentes sociales, se pone sobre ellas un reflector y una lupa para observar con detenimiento quirúrgico su forma de vestir.


El precio de la fama dice la frase conocida, la intromisión en la vida, gustos y deseos de las personas famosas es el costo por el reconocimiento. Pero, ¿qué pasa con la gente fuera del medio público? Para ellas también hay una larga lista de programas de televisión, radio, canales de YouTube y otras redes sociales para educar en el bien vestir. La mayoría de estos contenidos se dirigen a las mujeres de todas las edades, cuerpos y tamaños. Algunos en tono castigador prohíben el uso de determinadas prendas que muestran “eso” que en ti es desagradable y por tanto debe esconderse. La aspiración es el cuerpo de reloj de arena que, si no te tocó, tienes que hacer una serie de arreglos y elecciones que lo figuren en una ilusión óptica porque aquí todas debemos tener cintura y una proporción entre los hombros y las caderas. Otros, con un cachito de empatía te animan a vestir fuera de tu zona de confort: "Arriésgate con colores brillantes, con ropa sexy, tienes derecho". Y claro, lo tenemos, pero tampoco se vale presionar. La exigencia de ser atractivas sexualmente se vuelve una condena.


Las mujeres somos sexualizadas desde pequeñas, con ropitas en tono pastel que muestran piel demás, que semejan atuendos adultos, que enseñan una estética de lo femenino para el disfrute del otro, un masculino deseante. Ahí se instala la necesidad de agradar, de atraer, de seducir. Pareciera que las mujeres estamos en un constante deseo de ser vistas y poseídas como objetos.


Dando vueltas en esto, y en un acto de libertad sobre mi cuerpo, hace unos años tomé la decisión de usar los llamados calzones de abuelita, que son iguales a los calzones que usé de niña, pero sin olanes. Calzones para mujeres que, se piensa, carecen de actividad sexual.

Recuerdo que durante los 2000 estuvieron de moda las tangas mini; preciosas piezas de tortura en telas y estampados variadísimos, con pedrería, bordados y diseños juguetones. Unas bellezas incapaces de sostener una toalla sanitaria de flujo abundante sin rosarte, escocerte y quemarte la piel. Así que la expresión “traigo una sábana” sonó recurrente en los pasillos universitarios donde convergieron cientos de mujeres jóvenes que lamentaron vestir esa prenda que les restó sexapil durante los días de menstruación.


Uso calzones de algodón, completos, ni siquiera un cachetero. Comprendí a mi cuerpo, le gusta la comodidad. Ahora entiendo a todas esas mujeres que renunciaron a sexualizar su apariencia para agradar, aunque el entorno es cruel, exigente, castigador. El placer de vivir el cuerpo desde la autocomplacencia se juzga desde un patrón impuesto a las mujeres, donde no caben las que rehúsan a simular un reloj de arena, vestir fajas, tacones, ropa interior incómoda e insalubre.


Hablo por mí, el gusto y la comodidad son variados, relativos. Yo, encontré comodidad en los calzones de abuelita, perdí la vergüenza de que se marquen en los pantalones, de que sus costuras los revelen. El permiso para vestir lo que quiero me lo doy yo.

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