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Del nacimiento de la cuerpA

Foto del escritor: Saralicia MumulmeaSaralicia Mumulmea


Desde muy pequeña pensaba en el cuerpo como una jaula. Recuerdo habérselo contado a una querida amiga en un día de paseo por un ejido desértico. Teníamos alrededor de 12 años y se lo dije, “el cuerpo es como una jaula que nos impide ver lo que hay adentro, quizás seríamos más felices si alcanzáramos a vernos sin esa jaula”. Archivé ese momento en mi memoria como una de tantas ocurrencias, pero de vez en cuando volvía el recuerdo de mis palabras. Aquella versión de mí continuó existiendo y obviando mi cuerpo y mi relación con él: un territorio palpable, material y, sin embargo, parecía que solo existía desde afuera hacia adentro y no al revés. ¿Los barrotes persisten?


Crecer en un cuerpo de mujer ha sido ver la sangre menstrual en la ropa interior, en la ropa de cama; es la preocupación por dejar una huella de sangre en algún sitio o que incluso se anuncie claramente en nuestra ropa. “Menstruar es sucio y es vergonzoso” era el mensaje implícito en los silencios y eufemismos: lo innombrable muchas veces.

Crecer en un cuerpo de mujer ha sido disciplinar el cuerpo para ojos ajenos. Usar corpiños, bras, porque nuestros senos son incómodos o provocativos para otrxs. Dejar el cuerpo en libertad es igual a una invitación descarada para tocarnos, con miradas, manos y palabras.


¿Por qué esconder y amoldar nuestro cuerpo con una tradición de fajas, corsés, bras? ¿Por qué ese constreñimiento es la norma exclusiva para las mujeres?

Crecer en un cuerpo de mujer sigue siendo odiar el vello que pobla nuestras piernas, axilas, caras y zonas púbicas. Es insistir en la piel aterciopelada como porcelana (incluso en color, la invitación a blanquearnos está en los pasillos de “aseo personal”). ¿Por qué suprimir los signos de madurez?, ¿por qué la imposición de la tez blanca como “lo deseable”? Dos pistas: colonialismo y eurocentrismo, componentes esenciales de los procesos civilizatorios que persisten en nuestra sociedad.


Crecer en un cuerpo de mujer es gestar la idea de tu cuerpo para otrxs. Asimilar ideas de ser elegida, encontrar el amor, hacer-lo-que-se-supone-que-debes-hacer-y-desear dictadas por el discurso del amor heteronormativo. Emprender un camino de autoconocimiento corporal de tipo sexual que nadie nombró ni explicó– solo dicen que el ingrediente esencial es el amor— y te toca descubrir por mera praxis, compartida o unipersonal. ¿Por qué cuesta hablar tanto de la masturbación femenina?, ¿por qué nuestro placer debe ser innombrable por temor de ser llamadas putas o promiscuas?


Crecer en un cuerpo de mujer es preocuparte por cómo te ves y, si te gana la curiosidad, emprender el viaje a las grandes preguntas sobre los motivos por los que hacemos lo que hacemos: la ropa que elegimos, el maquillaje, el cabello, las cirugías estéticas, las dietas alimenticias, los ejercicios, la maternidad, la depilación, las cremas antiarrugas. La promesa de ser curadas de las imperfecciones.


Crecer en un cuerpo de mujer es escuchar en varias décadas de tu vida la insistencia de tu cuerpo para otrxs, para maternar como deber incuestionable; para ser la reina del hogar, es decir, responsabilizarte por todo lo que ocurre ahí adentro: cocinar, lavar, limpiar, cuidar, todo esto y mucho más, solo por amor, por vocación innata. O asimilar que las imposiciones de lo que debe gustarte o interesarte está inscrito en la naturaleza biológica de tu cuerpo: desafiar la dictadura del cuerpo es alterar el aparente orden civilizatorio que condena lo que no puede -o quiere- comprender.


La sensibilidad en el lenguaje me hizo pensar en el robo de mi cuerpo desde la palabra. Ese cuerpo, marcado en masculino, estaba y sigue estando atravesado por esas ideas, barrotes de la jaula. En el cambio de una sola letra, la vocal generizada, nace la cuerpA, territorio de posibilidades, cuestionamientos y búsquedas de adentro hacia afuera.

Pensar en la materialidad de la cuerpa desde adentro, es decir, sentirla, me ayudó a tejer otras relaciones con ella. Es una vereda difícil de andar, donde hay tropiezos y cicatrices, pero también satisfacciones. En pocas palabras, cambiar el control y la disciplina asimilados por los discursos patriarcales y estéticos me ha ayudado a relajarme.


Así, pude pensar en la menstruación como un indicador de salud sexual; explorar mi placer sexual con o sin compañía; comprender que el amor tiene muchas formas y caminos, más allá de los genitales y la ropa. Aceptar la existencia material como un proceso finito que concluye, quizás, con el último aliento, donde me deparan otras Yo que aún no conozco.


El cuerpo es como una jaula… esas palabras resuenan en mí y me ayudan a darle sentido a muchas de mis percepciones actuales. Quizás pensarme y sentirme fuera del marco androcéntrico por medio de la cuerpa era la llave para liberarme de esos barrotes.

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