(Oda al gato que me enseñó sobre mí misma)
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De seguro te has sentido agobiada por tantas tareas que te faltan por hacer cuando el día ya está por terminar. Muy probablemente seas la encargada de realizar una infinita lista de cosas para ti y para la supervivencia de otros. Quizá seas ama de casa o tengas dos trabajos; quizá seas mamá de un pequeñx o dos que te necesitan a cada instante; quizá también seas hija, hermana, tía, esposa, amante y para todo y todxs “debes” tener tiempo y actitud.
Las 24 horas del día no nos alcanzan y nos mantenemos con la interminable sensación de que siempre debemos estar haciendo algo; quizá porque jugamos un millar de roles en nuestro entorno social, quizá por la ansiedad productiva que nos han instalado en la cabeza. Hubo un momento en mi vida en el que me exigía tanto a mí misma que llegué a trabajar 53 horas a la semana en tres lugares distintos y aún debía tener tiempo para preparar comida para mi casa y tratar de mantenerla limpia.
Claro que el síndrome de burnout no se hizo esperar. Llegó un punto en el que me enfermé 6 veces en un lapso de 5 meses: varios resfriados, migrañas y una gastritis nerviosa me llevaron al doctor en varias ocasiones. Las horas de sueño no me alcanzaban y me despertaba casi igual de cansada que como había ido a la cama la noche anterior.
Entonces llegó la pandemia con el trabajo en casa y pensé que el ritmo disminuiría, más aún después de haber renunciado a uno de mis trabajos, pero para nada fue así. Todo empeoró con el encierro: el trabajo era 24 horas y la oficina siempre estaba abierta. Mi relación de pareja comenzó a sufrir estragos y mi salud emocional y mental también, ya que, como muchas personas en el mundo, tuve una pérdida cercana.
En medio de esta tormenta emocional que parecía no tener fin, donde siempre estaba cansada, ansiosa y con la incertidumbre del aislamiento, llegó un compañero peludo a mi vida de la forma más inesperada.
Una ventosa y fría noche de enero del 2021, cuando las restricciones se relajaron un poco, mi esposo y yo buscamos un lugar para cenar en la calle. Era tarde y apenas encontramos un puesto callejero. Bajé del carro para ordenar y dejé la puerta abierta. No tardé más de 2 minutos. Cuando regresé un gato estaba ahí, en mi asiento. Mi esposo no supo en qué momento se volvió su acompañante silencioso. Ambos coincidimos que se subió al carro buscando refugio por el frío y que solo encontraría su rumbo, pues los gatos siempre regresan a su hogar.
Pero tal vez este felino atigrado de ojos verde lima no tenía uno, pues se acomodó en el asiento trasero para amasar un espacio y descansar. No tuvimos corazón para regresarlo a la calle gélida, así que lo llevamos a casa para que pasara la noche. Si tiene familia, mañana le abrimos la puerta y encontrará su camino de regreso él solo, me dijo Luis esa noche, seguro de que nuestro visitante era temporal. A la mañana siguiente le abrí la puerta al peludo amigo y por supuesto que no quiso irse. Inspeccionó la casa, a quienes habitamos en ella (incluyendo a Xena, la pastor que nos cuida) y decidió quedarse.
Yo nunca había cuidado un gato, nadie de mi familia en realidad. Me creía doglover hasta que Leónidas llegó a apropiarse de mi corazón. Entonces, pasando el tiempo con él, compartiendo espacio, ayudándome a distraerme en las interminables jornadas de trabajo con sus ronroneos y su silencioso andar, traté de descifrar el misterio de sus ojos verdes. Me di cuenta de que cada vez que me sentía muy frustrada o ansiosa por el trabajo, él se subía al escritorio conmigo y reclamaba mi atención para que lo acariciara. Aprendió que cuando yo tenía necesidad de llorar, él podía acercarse a mí, subirse a mi pecho, hacerse rosca y comenzaba a ronronear hasta calmarme.
Desconozco cómo es que generamos esa conexión emocional tan rápido, pero estoy segura de que ambos nos necesitábamos en esta vida sin saberlo.
Poco a poco aprendí de él y comencé a recuperar mi camino sola: aprendí a decir que no fuera de los horarios de trabajo, tal como lo hace Leónidas, que es claro y pone límites cuando no le apetecen las caricias.
Observando cómo él jugaba con una liga para el cabello, recordé las cosas simples que me gustan y entretienen, como leer o escuchar música. Me di cuenta de que merezco mi espacio y mi tiempo para sanar cuando él iba y volvía con plena libertad de sus paseos por las tardes. Entendí que necesitaba sentarme un momento a respirar y apreciar el viento en la cara cuando lo observé disfrutar de las tardes de verano viendo hacia la calle, tranquilo, sin hacer algo.
Sé que la compañía de un gato no puede sustituir la terapia que necesitamos para sanar las heridas que la pandemia y la vida nos ha dejado; pero Leónidas me permitió salir de mi ensimismamiento para reflexionar sobre su (y mi) comportamiento. Entonces decidí que era tiempo de regresar a hacer más cosas que me gustaban y dejar aquello que no me hacía feliz. Renuncié a otro trabajo, me matriculé en una maestría, retomé aquello que me hacía sentir bien conmigo misma de nuevo e, incluso, volví a escribir gracias a este proyecto en Circularias, gracias también a mis amigas.
Dar esos gigantescos pasos no fue nada fácil, en especial porque afectarían en lo económico. Pero tuve ayuda, una red que me permitió dar el salto a la recuperación de mi tiempo y mi espacio, a recuperarme de apoco de la pérdida tan grande que sufrí, a retornar hacia mí misma de nuevo.
Espero que todas las mujeres podamos, en algún momento de nuestras vidas, encontrar de nuevo el camino hacia nosotras mismas.
Porque más allá de responsables trabajadoras, estudiantes, amas de casa, mamás, cuidadoras o esposas, somos un individuo que merece el derecho de no hacer nada: sí, merecemos ir encontra de todas las ideas con las que nos bombardean de hiperproductividad, porque valemos mucho más de lo que producimos o de qué tan limpio tengamos el piso de la casa.
Merecemos ese ratito a solas desconectadas del trabajo, las responsabilidades y hasta de las redes, solo para estar con nuestra respiración, tal vez cara al viento o disfrutando del suelo frío de nuestro hogar.
Escribo esto justo después de levantarme del piso de mi cuarto luego de pasar 30 minutos acariciando a Leónidas y nada más. Porque tenemos derecho a no hacer nada y eso está bien.
Lloré. Super real todo. Me hizo recordar a mi gato.