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El dolor en su forma más viva, el de la experiencia de la carne con el mundo, puede traducirse, también, en belleza. Para mí, eso es la poesía de Sylvia Plath, una poeta que convirtió su dolor en un nuevo lenguaje.
Plath, como lo saben quienes conocen su obra, vivió cargando el peso de una terrible relación con su padre, un matrimonio que se desmoronaba y, sobre todo, una enfermedad mental que terminó por detener sus versos. A pesar de que la poeta norteamericana tuvo una vida y un final tormentoso, no es eso lo que me gustaría resaltar de su obra, pues su talento va más allá de datos biográficos o momentos específicos de su existencia.
Carson McCullers escribió que “el resentimiento es la flor más bella de la pobreza”, y tal vez lo sea, pero quizás la palabra pobreza no represente la poesía de Sylvia Plath. Ella transformó el rencor en paisajes de su vida: la niñez a lado de su padre, sus hijos, incluso el amor.
“Me gustan las afirmaciones negras”, dice Plath en su poema “Pequeña fuga”, como si estos cortos versos confirmaran la aceptación de una poesía redentora, una liberación de su propio mundo a través de las palabras. Una vida de la cual quisiera liberarse en sus escritos, pero cuya oscuridad convirtió en una nueva experiencia vivencial.
Las memorias, para muchas personas, pueden ser colectivas. En este caso, los recuerdos de Plath, sus poemas, se transforman en las experiencias de sus lectoras y lectores. Esa es la forma, la experiencia en la que su poesía logra conectar con quienes rozan sus versos.
Más allá de un trabajo de lenguaje o la forma de escritura poética, Sylvia Plath expuso su dolor más vivo y lo transfiguró en la pesadez de quienes también comparten ese mismo sentimiento. El dolor que se liga de poeta a quien lee: el resentimiento en su forma más bella.
Para mí, la poesía es una forma de escapar de los tormentos que nos aquejan y, creo que para Plath fue también el camino para afrontar su realidad, donde tal vez la paz reinaba en sus versos.
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