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Maternidad en crisis

Foto del escritor: Cristina GaonaCristina Gaona

Cristina Gaona


Mientras me arreglo por la mañana veo a mi hija dormida en la cama. Pienso en lo enorme que está y me da tristeza porque hay una parte de su crecimiento que me perdí. Desde antes de ser madre estuve rodeada de ejemplos que dictaron cómo tenía que ser y, a través de las críticas a otras, configuré un modelo de maternidad que se reforzó con los comentarios no solicitados que recibí durante mi embarazo.


Las exigencias, las comparaciones, la lista de lo que se debe hacer y lo que se debe evitar configuraron una cosmovisión que estuvo enfocada en evitar la culpa y cumplir las expectativas de la idea de buena madre. Cuando llegó el momento de maternar no pude ser todo aquello que pensé que quería ser: tuve que dejar a mi hija al cuidado de otras personas para trabajar, porque el mío siempre ha sido el mayor ingreso del hogar.


Para muchas personas, la pandemia se convirtió en la oportunidad para que las madres trabajáramos y conviviéramos más con nuestras hijas e hijos. Para mí fue una de las temporadas más dolorosas de mi vida.

Recuerdo con mucha desazón aquella tarde en la que mi hija no dejaba de llorar mientras caminaba en círculos con ella en brazos, aguantaba las ganas de orinar y me angustiaba por el incesante sonido del chat de trabajo que también reclamaba mi atención. Esa tarde las dos lloramos mucho. Estaba perdida en el relato del compromiso profesional y materno, en la abnegación, en la asunción de que las violencias que sucedían en mi contra y en mi entorno no debían afectar el papel que trataba de desempeñar. Todo ello difuminó las señales de alerta hasta el punto en el que yo misma creí que no estaba en un estado psicológico alarmante, sino atravesando una tristeza que se nos atañe como natural tras el parto, que se le adjudica a la sensiblería hormonal.


Cuando mi hija tenía 10 meses tuvimos que suspender la lactancia materna que tanto trabajo me costó mantener y defender porque comencé a tratar con ansiolíticos y antidepresivos tres trastornos: depresión mayor, ansiedad generalizada y ataques de pánico. Por supuesto, me convertí en la mala madre que temía ser. Me la pasé preguntándome y preguntando a otras personas si no era egoísta de mi parte dejar que mi madre, hermanas y mi padre cuidaran de alguien que era mi responsabilidad mientras yo lidiaba con ataques de pánico frente al monitor. Por fortuna, pregunté a las personas adecuadas: tener miedo de ser mala madre es un signo de que no lo somos.


Hace unos meses leí sobre lo poco revisado que está el tema de la falta de memoria durante la depresión. Yo no recuerdo muchas cosas que no fueran mi incesante angustia de aquel entonces. Por ejemplo, sé que bajé de peso porque en algún momento me pesaron para medicarme, pero no recuerdo cómo era mi cuerpo entonces. Pero el olvido que más me duele es el del desarrollo de mi hija: no recuerdo cómo fueron sus primeros pasos, no recuerdo su cara, no recuerdo sus dimensiones ni su aroma ni las palabras que decía entonces. Sé que estuve de algún modo ahí, pero no lo recuerdo.


Paulatinamente fui recuperando mi salud mental y comencé a estar más presente en el momento. Pero también noté que mi hija y yo éramos otras. Sentía como si nos hubiéramos separado geográficamente durante mucho tiempo y nos encontráramos después, en otro tiempo y otro espacio. No supe de dónde me vino esta nueva hija que ya caminaba, bailaba y elaboraba oraciones cortas. En el entremedio hay algo que jamás vamos a recuperar.


Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de lo mucho que las madres somos vulneradas por un sistema que nos exige productividad y perfección en el trabajo y en la familia. Nos hemos esforzado por dar lo mejor hasta consumirnos y, cuando el contexto nos rompe, muchas veces se nos abandona y se nos acusa.


A las madres siempre se nos dice que pensemos en nuestres hijes en los momentos más duros, pero pocas personas entienden que los momentos más duros provienen precisamente de ejercer la maternidad en medio de este entorno que es cruel con las infancias y las madres. Se nos orilla a patologizar nuestra condición de mujeres madres y terminamos olvidando que estar tristes no es una enfermedad que provenga de nuestro interior; es una reacción ante un contexto que nos presiona hasta la locura.


A muchas nos crearon la historia de que es posible ser una madre buena y que la maternidad es un idilio lleno de aroma de bebé, risas y ropita linda. Todas estamos haciendo lo mejor que podemos con lo que tenemos y no deberíamos sentir culpa de ser y expresar nuestra vulnerabilidad porque atender nuestras necesidades es un acto de amor que nos permite ser y estar con nuestres hijes.

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