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Fui una niña muy delgada, por esa razón las personas a mi alrededor consideraron necesario humillarme. La mofa constante sobre mis piernas, la comparación de mi andar con el parado de manos de un cirquero melló mi confianza. Miré mis piernas con desprecio porque eran diferentes a las piernas de Ninón Sevilla que se contoneaba al rito de La cocaleca en tonos grises y blancos.
Yo quería verme como esa rumbera, de la que nadie se burlaba; al contrario, las miradas a su alrededor eran de aprobación y gozo. Ella disfrutaba todo, la música, el canto, el baile; sonreía pícara mientras sacudía los hombros y las caderas. Ella era el centro radiante, imantado, que los ojos seguían por todo el lugar.
Si hablamos de referentes, reconozco la influencia de Ninón Sevilla en mi gusto por el baile y la música tropical. El televisor de catorce pulgadas que me observaba desde su rincón mostraba lo que llaman ahora una mujer empoderada. Mis ojos de niña veían la seguridad al mostrar el cuerpo, al vestirlo de manera estrafalaria sin ninguna vergüenza, al adueñarse del lugar e indicar el ritmo a los espectadores. El gozo del cuerpo sin culpa.
La educación familiar, las ideas que percibí de los adultos más próximos se encaminaban a la represión, el castigo, la culpa y la vergüenza. Contrario a lo que veía en la pantalla, las mujeres debían ser recatadas, serias, sacrificadas, alejadas de toda esa exposición, el solo deseo de querer ser vista estaba mal.
Mientras el televisor hacía las veces de niñera, un pacto entre la pantalla y mis ganas de ser diferente se consolidó. Los largos fines de semana que mi mamá trabajaba me llevaron a practicar los pasos de las mujeres malas de la televisión.
Sí, eran malas porque disfrutaban la música, el baile y su cuerpo semidesnudo frente a los demás. Aunque lo hicieran para comprar la medicina de su madre enferma o para pagar la educación particular de la hija que se avergonzaba de ellas y más tragedias latinoamericanas. Su maldad no me importaba, me importaba el gozo, la felicidad que produce el baile.
Aprendí los pasos del mambo y la chacha frente al televisor, después el a gogó y el twist. El cine mexicano de rumberas me enseñó a bailar, me enseñó del disfrute y me presentó algunos de mis primeros referentes. Ahora lo sé.
Mis piernas flaquitas de la infancia se volvieron torneadas con el tiempo, se fortalecieron. Los últimos años dieron paso a la piel de naranja y a las arañitas, pero siguen disfrutando del baile.
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