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El otoño en mi ciudad es un tiempo raro. Las hojas caen y el viento se enfurece ante el mínimo cambio, se carga de arena y revolotea entre los árboles, despeina a las personas que caminan por las banquetas y se cuela por las faldas cortas o largas.
Este rincón del mundo tiene tanta arena que la encuentras por todas partes; en las suelas de las niñas que van al kínder, en el gel que sostiene el copete de los niños hasta el recreo; en los dogos de las esquinas, en las paradas del camión y en las colas perrunas que se agitan dueñas de las calles. El viento otoñal adereza la ciudad con arena chiquita.
El desierto que habitamos se mueve, el viento lo traslada, se lleva montoncitos de arena henchidos de semillas que germinan donde les da la gana. Plantas desérticas que se alimentan de sol y uno que otro rocío de temporal. Allá va la golondrinita a expandirse entre banquetas agrietadas, a lado de los postes de luz a invadir macetas de flores delicadas que se van junto con el buen tiempo.
Los tordos con sus trajes oscuros y capuchas amarillas llegan en otoño. Revolotean entre los arboles añosos del centro, se apilan entre las ramas, cantan, gorjean y juegan con el viento arenoso, tibio para esos cuerpos pequeños y rotundos.
El otoño nos regala mañanas y tardes frescas, pero punza a mediodía; amarillo brillante, castigador a ratos. Los hervores del tráfico aumentan, las compras, las festividades, el buen tiempo. Se apagan los aires acondicionados, se sale a la calle a tomar el fresco, a caminar, a llenarse de arena, polen y semillas.
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