Conocí a Amparo Dávila en los pasillos de la escuela de letras de la Unison. Un amigo-no-amigo me la presentó -al menos siempre le agradeceré eso. No recuerdo cuál fue el primer libro que leí. Me parece que fue Muerte en el bosque. Lo que sí recuerdo es que, al igual que él, me quedé prendida. Tenía 18 años y me enganché con una narrativa que, creía, no había leído antes en ningún lado. Luego, me di cuenta que algo de ella, o mucho, había en otros, pero eso no lo sabría hasta después. En ese entonces me sorprendió la forma en la que presentaba a sus personajes, rodeados de misterio y suspenso, vueltos locos o fuera de sí, sin posibilidad de escapar de aquello que los atormentaba; la empatía que generaba al darles casi siempre un final pesimista.
Me parecía que toda la angustia que podía generar el mundo cotidiano se encontraba ahí. La crítica a los roles de género vendría después, pero, quizás, sin saberlo todavía, fue eso también lo que me hablaba de otra manera.
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Esa obsesión, que se iba alternando con épocas de desinterés, continuó hasta finales de la carrera y terminé por hacer mi tesis sobre ella. Y mi gusto sobrevivió a las relecturas y relecturas, análisis y crítica con la que tuve que envolverla. Incluso entré a un concurso de cuento fantástico que llevó su nombre (me parece que no se siguió haciendo) y, aunque no gané :c, al menos tengo un libro que me agrega en la antología. Azarosa mi obsesión.
Tiempo después me obsesioné con descubrir por qué, de repente, había dejado de escribir, y fui a la Ciudad de México para entrevistarla. No es tan aventurero como se lee puesto así. En ese tiempo, un ahora lejano 2016, trabajaba para un periodista. Y entré, alentada por él, a una miniestancia de periodismo1, en mi caso cultural, para escribir una especie de perfil. Esa semana también fue la FIL del Zócalo, y un domingo por la tarde la vi por primera y única vez. Iba en silla de ruedas y estaba muy muy delgada. Aún así, contestaba con una lucidez que no parecía corresponder a su exterior. Como buena fan, compré la nueva edición escogida e ilustrada y me formé para la firma, pero también como buena “provinciana” la dejé en la mesa de un bar y, cuando me di cuenta, regresé a preguntar por ella, pero ya no estaba. Y no sólo perdí la única edición firmada que pude haber tenido, sino también un manuscrito, algo así como una memoria de infancia de Amparo Dávila que su amigo, Arturo C., me regaló el día que me recibió en aquel departamento antiguo en el que cariñosamente me sirvió un té de cardamomo y respondió largo y tendido a todas las preguntas sobre su vieja amiga.
Conseguí la entrevista, después incluso de presentar mi proyecto, pero por miedo al éxito, dirían por ahí, al final no fui. Me quedé en el departamento de un buen amigo, transcribiendo una de tantas entrevistas que tenía que entregarle a mi jefe, pero que evidentemente podrían haber esperado. No sé por qué no fui. Quizás tuve miedo de no encontrar lo que esperaba. Todavía no sé qué fue, y todavía, a veces, sigo arrepintiéndome.
Así que, después de más de 10 años del primer encuentro, la narrativa de Dávila me sigue sorprendiendo, aunque de otras formas. Desde que doy clases, no pierdo oportunidad para leerla en el aula: me gusta ver cómo mis alumnxs la descubren por primera vez, ver lo que despierta en ellxs y cuáles son los diálogos que genera, pero sobre todo, comprobar que sigue siendo contemporánea, como si se renovara en cada lectura y generación. Se las comparto entonces esperando que quizás a alguna de ellas la acompañe en su transcurrir como lo ha hecho conmigo. Amparo Dávila, tqm.
1. Se llamaba Balas y baladas: Mash Up de periodismo.
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