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«Shiva Baby»: o la claustrofóbica historia de una millennial

Foto del escritor: A. G.A. G.

Me gustaría comenzar hablando un poco del género al que podría pertenecer «Shiva baby»: ¿comedia negra?, ¿comedia incómoda?, ¿tragicomedia? Difícil definirla. Lo que sí es seguro es que en la ópera prima de la canadiense Emma Seligman nos encontramos con un complejo entramado de drama y humor, más parecido incluso a un thriller psicológico gracias a la grandiosa música de cuerdas de la compositora Ariel Marx, a los close up tan precisos y a la abarrotada locación.



Danielle, interpretada en su debut de manera memorable por Rachel Sennott, es la protagonista de esta incómoda o, más bien, claustrofóbica historia que se desarrolla prácticamente durante una Shiva (un rito judío que consiste en un período de duelo de siete días), atiborrada de conocidos y parientes entrometidos que hacen gala de sus mejores y fastidiosas preguntas que incrementan esa atmósfera opresiva y asfixiante.


Al inicio de la película, única escena que no se desarrolla dentro de la casa donde se celebra la Shiva, vemos a una lejana Danielle ¿fingiendo? un orgasmo con un hombre que posiblemente le dobla la edad. En esa primera escena podemos presumir que la protagonista parece tener una especie de trato monetario con el hombre.



Ahí, a pesar de algunos comentarios chocantes y hasta machistas del, sabremos con certeza después, sugar daddy, Danielle se presenta como una joven segura de sí y su sexualidad. En la siguiente escena, vemos a la protagonista caminando por una calle arbolada al encuentro de sus padres. Es ahí, aunque ya nos lo había anticipado un mensaje de voz de la madre, que el mundo de la primera escena, el de esa Danielle empoderada y segura, se enfrenta con otro muy distinto, en el que sigue todavía en el umbral de la independencia.


Si esta confrontación de mundos se había manifestado ya en ese primer encuentro con los padres, la entrada a la casa da pie a una serie de repetidos enjuiciamientos que desestabilizan una vez más la seguridad de la protagonista. Ese constante bombardeo, me parece, genera una fuerte empatía en quienes observan a Danielle, porque quién no ha tenido que responder en alguna reunión familiar por su actual situación amorosa o laboral, o cuánto peso ha ganado o perdido últimamente.



Por si esto fuera poco, la entrada inesperada a la casa del sugar daddy, Max, y luego también de la esposa y la bebé de ambos, va a eclosionar finalmente la imagen de empoderamiento de esa primera Danielle en escena. La confusión que genera en la protagonista enterarse de la “vida real” del hombre con quien mantenía aparentemente una relación casi contractual, la hace, por ejemplo, querer competir con la esposa como una forma de validación.



Además, el encuentro con su antigua pareja y amiga de la infancia, Maya (Molly Gordon), implica también otro enfrentamiento y otros juicios. Maya es el modelo de hija que estudia Leyes y que tiene ya un empleo relacionado a su carrera, a diferencia de Danielle, quien trabaja de “niñera” (aunque en realidad es una sugar baby, de ahí el título de la película), no tiene ni ofertas laborales ni vías definidas para lo que está dedicándose: Gender studies.


La descolocación que le produce a Danielle enterarse de la vida de Max proviene de una suerte de pérdida de poder, ya que Danielle no es una sugar baby por necesidad económica, como sí lo son muchas estudiantes universitarias, sino por la satisfacción que parece producirle el saberse deseada, otorgándole poder tanto a su cuerpo como a su belleza y juventud. La exposición que hacen de ella, sobre todo sus padres, ante Max y la esposa, la deja también en un estado de vulnerabilidad que tornan cada vez más asfixiante la atmósfera de la película, pero que siempre se desdobla en un humor negro peculiar.


En «Shiva baby», como lo ha señalado Seligman en sus entrevistas, se exponen las complejidades que implica pasar a la vida adulta independiente en el presente siglo, sobre todo si la pretensión es dedicarse a las artes o las ciencias sociales; el autoengaño del empoderamiento sexual o la fragilidad de ello; los intersticios de toda vinculación interpersonal, por más fría que se pretenda, o la bisexualidad no como un asunto a problematizar sino como un espectro más de la sexualidad, todo ello puesto ahí sin juicios de valor, sólo como sucesos por los que atraviesa su protagonista.


Esta divertida, pero a la vez claustrofóbica y estresante película, nos comparte una mirada sobre el mundo capaz de generar empatía, me parece, no sólo en generaciones cercanas a la protagonista, sino también en todas aquellas personas que se han sentido alguna vez perdidas en sus proyectos de vida y al mismo tiempo presionadas y enjuiciadas por ello. Sin embargo, justo al final, en esa también aprisionada camioneta, la sonrisa de Danielle nos demuestra que todo se convertirá tan sólo en un momento pasajero, aunque quizás sí significativo, de su vida, y eso es, de alguna forma, reconfortante.




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